Ayer fue San Valentín. Vaya por
delante que yo no celebro San Valentín. Para justificarme usaré el topicazo de
que para mí todos los días son San Valentín. Suena azucarado, pero así es. Eso
de tener que hacer un regalo por celebrar en una fecha concreta el amor yo no
lo comparto, pero que cada cual haga lo que le parezca.
Pues eso, que ayer fue San
Valentín y hacía sol. Un sol espectacular, tanto que le pedí a mi señor esposo
que me recogiera al mediodía por la tienda para invitarle a una cervecilla.
Digo invitarle por decir algo, porque como la tienda no da un duro, más bien es
él quien paga siempre. Y a tomar una cerveza que nos fuimos, no porque fuera
San Valentín, que yo no lo celebro, sino porque hacía un día espectacular y
después de tantos días de frío había que aprovecharlo.
Y en La Corredera que nos
sentamos a disfrutar del sol y filosofar sobre la vida, dónde estábamos y a
dónde queríamos ir. Como en cualquier conversación de bar que se precie, no sólo
arreglamos el mundo, sino que inventamos nuevos proyectos de negocio para
hacernos ricos. Y como hacía sol, después de una cervecilla vino otra y claro,
con lo a gustito que se estaba, pues le propuse a mi señor esposo ir a comer a
alguna terracita, no porque fuera San Valentín, que conste, que yo no lo
celebro, sino porque hacía sol, estaba con mi carimori y me sentía la persona
más feliz del mundo.
Para la ribera que nos fuimos
paseando, cogidos de la mano, riendo y hablando sin parar. Que dicho así suena
un poco cursiloncio, pero en mi recuerdo parece una escena de película, de esas
comedias románticas de domingo tarde.
La comida genial y el postre lo
mejor, acompañado con un par de copas de cava, no para celebrar San Valentín, que
yo no lo celebro, sino porque soy de Barcelona y allí es típico tomar el postre
con cava. Era algo así como helado de limón con crema pastelera y, aquí viene
la disyuntiva que nos ocupó más de diez minutos de conversación, ¿biscotes o melindros?
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